Increíble historia de supervivencia tras un accidente de avión

La capacidad de supervivencia del ser humano nunca dejará de sorprendernos. A veces, cuando todo parece estar perdido, sacamos una especie de fuerza interior, llamémosle instinto, que nos ayuda a superar hasta la situación más extrema. Una situación extrema es sin duda la que vivió Carlos Páez en 1972; una situación que lo perseguirá de por vida. Ahora la comparte con nosotros.

En octubre de 1972, un equipo de rugby de Uruguay volaba sobre la cordillera de Los Andes de camino a Chile para disputar un partido. Entre los miembros del Old Christians, que así se llamaba el equipo, se encontraba Carlos. Sobre las montañas, junto con sus compañeros, bromeaba cuando el avión se movía por las turbulencias que sufría debido al mal tiempo que hacía a tanta altura.

Pero poco después, uno por uno, los 45 pasajeros dejaron de sonreír. Unos pozos de aire hicieron que el avión empezara a perder altura progresivamente. Cuando vieron por la ventana cómo el ala del avión se acercaba peligrosamente a las montañas, el pánico empezó a cundir. 

El piloto se enfrentaba a una situación extrema: tras despejarse un banco de niebla vio cómo el avión se dirigía de frente hacia un pico a más de 4 mil metros de altura. Evitó la colisión frontal, que sin duda hubiese sido mortal, pero en esa maniobra el avión perdió una de las alas y sufrió un golpe en la cola.

Este golpe hizo que la parte de atrás del avión se abriera, dejando caer al vació a cinco personas, que murieron al instante. El avión, ahora completamente fuera de control, volvió a chocar y perdió el ala que le quedaba, lo que hizo que dos personas más salieran despedidas. Ahora, ya sin alas, el avión se deslizó por la ladera de una montaña hasta ser detenido por un banco de nieve.

El impacto contra la nieve dejó malheridos a varios de los tripulantes, pero otros, amortiguados por los asientos acolchados, resultaron prácticamente ilesos. Uno de los pilotos murió; el otro, tras agonizar toda la noche y pedir que le disparasen para aliviar su sufrimiento, murió a la mañana siguiente, congelado.

En total, de los 45 pasajeros, 13 murieron en el accidente y otros 5 en los días siguientes. Los 27 supervivientes tenían que luchar por sobrevivir a unos 4 mil metros de altura a temperaturas de entre 27 y 42 grados bajo cero, sin refugio. Se tenían que fabricar "mantas" con trozos del avión y dormían juntos entre sí para mantener la temperatura corporal y evitar morir de hipotermia. Tenían una radio a pilas en la que escucharon que, 11 días después el accidente, la búsqueda del avión siniestrado se había suspendido. 

El día 16 un alud de nieve enterró los restos del avión donde los supervivientes se resguardaban. 8 de ellos murieron asfixiados. El tiempo pasó, y en el siguiente mes y medio murieron 3 personas más a causa de heridas infectadas. Y surgió un problema más, que todos sabían que llegaría: la falta de comida.

Hasta entonces, habían racionado las provisiones como podían, pero llegó un punto que no era suficiente. Carlos relata cómo de extrema era su situación: "En diez días comí diez cuadraditos de chocolate y una lata de berberechos... no quedaba nada en la despensa. Entonces un compañero me miró y me dijo: 'Yo me como al piloto'". 

No les quedaba comida y la nieve hacía imposible que creciera algún tipo de fruto en los alrededores del accidente. El mal tiempo y el hecho de que no sabían donde estaban les impedía moverse de la zona. Ante la más que probable posibilidad de morir de hambre, los supervivientes optaron por la única opción que les quedaba: comerse los cadáveres de las víctimas. Acordaron las reglas de no comer a ningún fallecido con el que tuvieran algún parentesco ni ninguna mujer.

Pasados 72 días desde el trágico accidente el tiempo les dio una tregua y, desesperados, algunos de ellos salieron a buscar ayuda. Tras 10 días de camino en los que llegan a cruzar la frontera con Chile a través de las montañas, ocurre el milagro que tanto esperaban: al otro lado de un río vieron a una persona con la que intentan comunicarse. El río estaba demasiado agitado por el deshielo por lo que era imposible de cruzar, y además el ruido hacía imposible la comunicación oral entre los supervivientes y el hombre. Él resultó ser un huaso (campesino chileno) que no dudó en comunicarse con ellos lanzándoles una piedra con un lápiz y un papel atado. A duras penas, consiguieron devolvérsela con este mensaje:

"Vengo de un avión que cayó en las montañas. Soy uruguayo. Hace 10 días que estamos caminando. Tengo un amigo herido arriba. En el avión quedan 14 personas heridas. Tenemos que salir rápido de aquí y no sabemos cómo. No tenemos comida. Estamos débiles. ¿Cuándo nos van a buscar arriba? Por favor, no podemos ni caminar. ¿Dónde estamos?"

El campesino les pasó un poco de pan y queso y después fue a alertar a los Carabineros (la policía chilena), que no tardaron en rescatar a los dos hombres que había salido a buscar ayuda. Pero aún quedaban los otros 14. Pronto empezó a correr la noticia a través de las ondas radiofónicas de que algunos de los accidentados del avión uruguayo seguían vivos. Una expedición salió en busca de los supervivientes que se quedaron junto a los restos del accidente y, tras tres días de búsqueda, consiguieron avistar a un grupo de personas que gritaban y vitoreaban. Sabían que la pesadilla había terminado.

Al ver a los cadáveres profanados de sus compañeros, las autoridades preguntaron a los supervivientes, ya reunidos, por lo que allí había pasado. Cuando contaron su historia, todos, incluidos los familiares de las víctimas, sabían que había sido la única forma de sobrevivir.

La determinación de este grupo de amigos roza lo sobrenatural. Todo por tener la oportunidad de seguir con vida. Como el propio Carlos confiesa: "No nos íbamos a echar a morir sin presentar batalla porque nos arrebataron todo, incluso las vidas de quienes amábamos, pero ninguna circunstancia pudo quebrarnos la fe. Una intangible muralla fue el escudo del alma para lograr el objetivo: VIVIR".

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